Se llamaba Penélope. Nació en un otoño efímero a mediados de abril. Vivía en un Madrid inmenso, en un piso frío, en una calle estrecha. Tenía un corazón inmenso, el pecho frío y no podía decirse que fuese estrecha. A veces lloraba, pero siempre sonreía. Llevaba los labios rojos; no podía ser de otra forma llamándose Penélope. Bebía vodka porque comerciar con calor no es fácil en invierno. Y en verano tampoco. Penélope sabía cuál era el precio exacto de la felicidad. Y su felicidad era la más cara. Nadie como ella sabía hacer pactos tan serios en horizontal.También sabía jugar al poker, pero nunca se lo dijo a nadie. "Cantaba regular pero movía el culo con un swing que derretía el hielo de las copas". Salía por las noches porque así era más fácil camuflar su luto. Coleccionaba gemidos ajenos y olvidaba caricias anónimas casi al mismo ritmo. Vivía en una canción de Sabina, aunque desafinaba en los solos. Penélope se fugó con un poeta, pero nunca entendió la tristeza vacía de sus versos ni el aire hueco de sus besos. Recogió todos sus tacones y sus disculpas y abandonó octubre antes del uno de noviembre.
Aún hay quien dice que tiene siete vidas.
Aún hay quien dice haberla visto en oscuros callejones.
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"A menudo los labios más urgentes no tienen prisa dos besos después" Joaquín Sabina |
Como subastaba medias verdades, lo único que se sabe con certeza es que
se llamaba Penélope.