Con sus rascacielos, con sus despedidas, con sus bibliotecas, con sus ascensores, con sus 38 grados a la sombra. Con su Windsor, con sus azoteas, con sus tres millones de habitantes, con su olor a hidrocarburo. Los jueves y las canciones que no hablan de amor y los museos… del jamón. Su línea azul, la gris, la naranja… y hasta la verde. Donde se cruzan los caminos y las miradas anónimas.
Lleno de luces rojas, verdes y amarillas, lleno de vasos de tubo y hasta arriba de madrileños, aunque cueste encontrar alguno. Me rio de Madrid, con sus noches, sus atascos y sus mentirijillas piadosas. Lo mejor de Madrid es que siempre hay algo que hacer. Lo peor es que siempre hay algo que hacer… Donde se mezclan continuamente las citas efímeras y los amigos para toda la vida. Donde llegas sin saber hacer un transbordo y a los cinco minutos ya eres madrileño.
A mitad de camino entre el infierno y el cielo.
Me voy, pero dejo aquí el ventrículo izquierdo.
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