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martes, 26 de julio de 2011
miércoles, 13 de julio de 2011
El libro de Sofía
<La novela líder de los noventa, otra obra maestra de Leonardo Bucay>, leía melancólico.
Habían pasado ya once años desde que titulares como ese inundaran las portadas de todos los periódicos, pero de eso ya sólo le quedaban los recuerdos. Ahora, cada párrafo que Leonardo escribía le parecía estar sacado de un concurso escolar de narraciones breves, ningún tema estaba a la altura después de sus anteriores éxitos y ya casi no quedaban editoriales dispuestas a leer ni un solo borrador que saliera de su pluma.
Estaba consternado, no quería seguir viviendo así. Cada vez se venía abajo con más frecuencia y para combatir el fracaso optó por la vía fácil, el mundo de los antidepresivos y del alcohol.
Con aspecto descuidado, ojeras, barba de una semana y las marcas que sus cuarenta años de edad había dejado en su rostro, recorría las calles desiertas de madrugada, buscando un bar abierto donde encontrar la inspiración en el fondo de una copa. Mientras, teorizaba en voz alta sobre la vida y se preguntaba si ahora sería el momento de volver a Argentina, de volver a casa después de trece años para asimilar allí que su imaginación había muerto con su alma.
Una de esas noches interminables a la caza de las musas, Leonardo tocó fondo y sus adicciones le llevaron a una fría habitación de hospital. Al día siguiente, se despertó entre las paredes blancas que le trasladaban de nuevo a la realidad y una bata blanca se acercaba lentamente hacia él.
- Hola, soy el doctor Aguirre ¿cómo se encuentra? Le hemos practicado un lavado de estómago, estará bien en unas horas. Las pastillas y el alcohol son muy mala combinación.- Sin dejar intervenir a Leonardo, el doctor siguió hablando y salió de la habitación junto a dos enfermeras.
- Todos los grandes acaban igual. ¡Y con lo joven que es!- Comentaba una de las enfermeras en el pasillo.
- Yo nunca habría dicho que ese hombre con aspecto de vagabundo que apesta a whisky es el gran Leonardo Bucay.- Respondía la otra con cierto aire incrédulo.
Mientras Leonardo oía la conversación con indiferencia, el doctor se acercó a él una vez más revisando sus informes de salud.
- Está bien, podrá obtener el alta cuando los psicólogos del centro hablen con usted. Y acuérdese de venir mañana para una última revisión.
Las dos horas que duró la terapia fueron suficientes para ayudarle a dar el primer paso de su nueva vida, pero Leonardo comprendía que eso no era suficiente para salir adelante y decidió dejar de hacer todo aquello que le atormentaba, decidió dejar de escribir. O al menos, dejar de intentarlo en vano.
Al día siguiente, fue al hospital como le habían indicado, pero cuando estaba dispuesto a salir, se giró por última vez antes de atravesar la puerta y no pudo evitar quedarse inmóvil ante la atenta mirada de ella. Estaba de pie, con su bata azul y el rostro pálido, que resaltaba sus ojos oscuros. Leonardo no la echaba más de nueve años. Después de unos segundos en silencio, miró a su alrededor, se acercó a ella, se agachó y la dijo:
-Hola, ¿cómo te llamas? ¿Puedo ayudarte en algo?
-Te pareces mucho a mi papá.- Respondió la niña inmediatamente.
Una vez más se quedó inmóvil, sin palabras, y vio cómo al decir esto, apareció en los ojos de ella un brillo de ilusión. No entendía bien porqué, pero por alguna razón se sentía obligado a conocerla.
-¿Y tu papá? ¿Ha salido? ¿Estás aquí sola?- Preguntó Leonardo impaciente, observando la lágrima que empezaba a descender por su mejilla.
-Papá y mamá se fueron al cielo hace unos años y yo fui a vivir con mi tía María.-siguió la pequeña con voz temblorosa.-Pero desde que vivo en el hospital, ella sólo viene un par de veces a la semana. Al principio se quedaba a dormir, pero tiene demasiado trabajo y…-Apenas podía seguir hablando con la voz entrecortada.
- No te preocupes.-Se adelantó Leonardo- Si quieres te puedo contar un cuento de un niño que también vivía en un hospital y no se lo pasaba tan mal.
Ella paró de llorar inmediatamente y le dijo:
- Me llamo Sofía. Y me encantan los cuentos.
- Me llamo Leonardo, y me encanta contar cuentos.
- Me llamo Leonardo, y me encanta contar cuentos.
Según el escritor narraba su cuento en la sala de espera, ella le escuchaba atentamente con los ojos como platos y cuando terminó y observó la alegre expresión de su cara, se dio cuenta de que nunca se había encontrado mejor. Sofía era la única persona que no sabía quien era él ni en quién se había convertido, por lo tanto, era la ayuda que necesitaba para empezar una nueva vida.
-Espero que te haya gustado, pero es hora de irme.
-¡Espera!- repuso la niña con pena- ¿ya te vas? Dime que volverás mañana, por favor.
-Tengo que irme ya, pero tranquila, si tú quieres volveré mañana y te contaré otro.
-Eso me encantaría.
Ambos se separaron tristes. Leonardo sentía que había conectado con esa niña pequeña hasta el punto de quererla como a una hija, una hija que nunca tuvo debido a la incompatibilidad que tenía la paternidad con su antigua vida. Por ello, no pudo evitar visitarla cada vez más frecuentemente. Pasaron meses y meses y cada mañana, iba al hospital con una historia nueva para animar a la pequeña y de paso, contagiarse de la alegría que ella irradiaba.
Uno de esos días, cuando ya se disponía a abandonar la habitación de Sofía, se vio sorprendido en el pasillo por la visita de María, la tía de la niña.
-¿Tú? ¿Eres tú ese que quiere arruinarme la vida?- Gritó María montada en cólera.
-Perdone pero no sé de lo que me está hablando.- Aclaró inútilmente Leonardo.
-No te hagas el tonto conmigo, sé muy bien que quieres llevarte la fortuna de mi hermano, pero yo ahora soy su tutora legal, ¿entiendes?
Tan pronto como acabó de decir esto, llegaron dos hombres vesidos con traje gris y la obligaron a salir de allí con la ayuda de un miembro de seguridad del hospital. Después de esto, se llevaron a Leonardo a una habitación e intentaron aclarar la situación.
-Señor Bucay, le estábamos buscando. Disculpe el incidente, pero tenemos que comunicarle algo importante, seré breve. Me llamo Jorge Aguirre y mi compañero, Luis González, somos asistentes sociales y estamos estudiando el caso de Sofía.
Leonardo tardó más en asimilar las palabras de estos hombres que en inventar otra historia para Sofía.
- Cuando la niña se quedó huérfana,- continuó Aguirre- su tía asumió la tutela puesto que no tiene más familia, pero tras varios incidentes, nos hemos dado cuenta de que el único propósito de María es apoderarse de la fortuna que sus padres han dejado como herencia a la niña. Por eso, el juez ha decidido retirarle su custodia.
Leonardo tardó más en asimilar las palabras de estos hombres que en inventar otra historia para Sofía.
- Cuando la niña se quedó huérfana,- continuó Aguirre- su tía asumió la tutela puesto que no tiene más familia, pero tras varios incidentes, nos hemos dado cuenta de que el único propósito de María es apoderarse de la fortuna que sus padres han dejado como herencia a la niña. Por eso, el juez ha decidido retirarle su custodia.
Leonardo no entendía muy bien hasta dónde quería llegar y qué pintaba él en todo esto, pero el asistente seguía:
-Verá, no le estamos obligando a tomar ninguna decisión, pero ahora mismo, Sofía está en nuestras manos. Los médicos nos han comunicado que usted viene a verla casi todos los días y los psicólogos del centro, según nos han comentado, están seguros de que la pequeña no estaría en ningún sitio mejor que con usted.
En este momento, Leonardo estaba abrumado, no sabía que hacer. Pensaba que estaba sólo, sin familia, con la única compañía de sus libros y la única muestra de cariño que recibía era la de Sofía.
-Comprendemos que se lo tenga que pensar, pero ya hemos comprobado que cumple todos los requisitos para obtener su tutela y su decisión corre bastante prisa, el alta de la niña es inminente y su destino está en una casa de acogida. Mañana nos pasaremos por aquí para conocer su respuesta, piénselo.
Esa noche, Leonardo no pudo conciliar el sueño más tiempo de lo que dura un prólogo. Pero su corazón le dio la respuesta. Al día siguiente rellenó todos los papeles necesarios para obtener su tutela y fue a la habitación de Sofía para explicárselo y contarla su cuento diario. Tras explicarlo, ella parecía ser la niña más feliz del mundo.
-Gracias.- Dijo la niña con una sonrisa de oreja a oreja.
-No tienes porqué darme las gracias, tendría que dártelas yo.
-No Leo, gracias por venir cada día y contarme una historia nueva, pero ahora me toca a mí.-intervino la niña sin dejarle acabar.- Ahora escucha mi cuento: Érase una vez…
La niña iba narrando cada detalle con entusiasmo mientras Leonardo escuchaba atento en silencio. Entonces apreció el talento que poseía y esa gran imaginación que habría sorprendido a cualquiera. Al acabar, estaba tan impresionado que no pudo evitar preguntar:
-¿Te lo ha contado alguien? ¿Lo has leído en algún sitio? Es el cuento más bonito que he oído jamás.
-No, me lo he inventado yo. Antes jugaba con mi madre a inventar cuentos y ella me contaba algunos aún más bonitos.
-Se me ha ocurrido una idea, escribiré tu historia para que nunca se te olvide y si puedo, la haré llegar a todo el mundo para que todos disfruten de tu don.
Cuando llegó a casa, escribió todo lo que pudo recordar, cada detalle de esa historia, con su habilidad como escritor que, gracias que ella, había recuperado.
Lo que ninguno de los dos autores sabía, es que esta obra, bajo el título de El libro de Sofía, se convertiría en un éxito sin precedentes, líder de ventas. Fue el libro que anunció su vuelta al mundo de las letras y detrás de éste, volverían a llover halagos al escritor en todos los medios. Así empezaba la obra maestra: <Gracias a ti, no sólo recuperé la sonrisa, sino también la ilusión de escribir y de vivir. Gracias Sofía.>.
lunes, 11 de julio de 2011
Hoy...
No sé por qué, pero a veces me descubro pensando en ti y me hago preguntas que se disipan con un recuerdo lejano, presente aún en estas preguntas. No sé por qué, pero hoy...
Te echo de menos.
Muchísimo.
Te echo de menos.
Muchísimo.
jueves, 7 de julio de 2011
Polos de limón
Pero mírate, leyendo las cuatrocientas cincuenta y cuatro palabras que ha escrito esa gilipollas para alguien que posiblemente no seas tú.
O sí.
Mírate ahí sentado sin saber qué decir, sin poder pedir un deseo, sin ser capaz de despertar de esta dulce pesadilla. Mírate ahí, pequeñito, lento, triste, tirando los minutos que te quedan por la misma puerta por la que ella se fue. Viendo pasar los recuerdos y viendo cómo te quitan las pocas lágrimas que te dejó ese sol que quema sus pupilas cada mañana. Un montón de palabras, con sus lexemas y sus morfemas, con sus miles de interpretaciones posibles. ¿Pero qué quiere decirme? Seguro que ni ella sabe lo que dice, porque no tiene ni idea de nada, ella se limita a representar el papel de la mujer perfecta… y ¡qué bien lo hace!
No habla de amor, eso es seguro. Habla de las noches de verano en el cuadrilátero donde os rompisteis las ganas de volar.
No sé de qué te sorprendes, es su filosofía, su manera de acabar con los amaneceres, con las lunas de enero y con los días impares del mes de mayo.
A ella le encantan los polos de limón y odia los ridículos semáforos en ámbar. Le parecen inútiles los atardeceres, las novelas de terror y los amigos que no se cuentan los problemas. Son inútiles las olas, tanto como las horas que se pasan hablando de temas insípidos, o como las mañanas de los viernes. Como vosotros. Más inútiles que el do bemol, que el sí sostenido o que el punto y coma.
Ve con ella o no vuelvas nunca más, pero decídelo ya, para que le dé tiempo a vaciar sus vísceras de primaveras, que si se acumulan, luego le dan alergia.
Vaya dos.
Mientras tú saltas sus palabras y ordenas sus quizás, ella vive ajena a todo, inalterable, insaciable, imprudente, inalienable, inocente, inmadura, imbécil, jugando con ocho letras en una misma fila del teclado.
Miedo. Sí, ella seguramente tenga miedo. Pero no al espejo acrílico, sino al despertar una mañana y sentir que se ha evaporado su alma. Ese tipo de miedo. Miedo a sentir los clavos como si fueran algodones, miedo a arder por dentro estando desnuda en Groenlandia, a quedarse ciega con el resplandor de una cama oscura y vacía. Miedo a permanecer callada ante el ruido impertinente de una flor deshojada un catorce de febrero.
Ella es la persona más ridícula, enfática, psicótica y neurótica que conozco, y eso que he conocido a muchas personas con cualidades esdrújulas.
Y tú… tú eras perfecto hasta que pensaste que ella lo era.
sábado, 2 de julio de 2011
El diario de una triste mujer cualquiera
Martes. Una odiosa tarde de invierno más, sin hacer nada más que recordar sus párpados cerrados en la almohada. El frío secó sus ganas de volar hacia el pasado. Ya no quería recuperarle a él, simplemente quería volver a sentir una mano cálida en su hombro bajo una nevada como la que estaba cayendo al otro lado del ventanal del salón. Pero es imposible ahora que había desgastado el corazón queriendo a alguien no correspondido.
Lunes. Ya es primavera, o al menos eso dice el anuncio que pusieron ayer en el metro, y ella sigue llevando ese jersey azul con el que le dio el último beso antes de decirle adiós la noche de ese treinta de octubre. Vuelve su alergia, antes incluso que el Corte Inglés, y puede ser una buena excusa cuando se desliza entre recuerdos una lagrimilla seguida de algún estornudo. No debería haber vuelto a ver esa foto.
Domingo. Asquerosa tarde de domingo de julio, asqueroso calor de verano, sin nada que hacer, sin resaca de la que quejarse, sin nadie a quien llamar para contarle que hace meses que no le baja la regla y lo peor de todo, nada de qué preocuparse con ese retraso tan propio de sus alborotadas hormonas. La tristeza se ha vuelto a reír en su cara y ha decidido acompañarla en este viaje en que ha planeado todo menos la vuelta.
Miércoles. Sigue siendo septiembre, y el calor del verano que no quiere dejar pasar al otoño no la deja pensar. Ha pasado mucho tiempo y ya casi no se acuerda los tres lunares que tiene él en la espalda, ni su forma de guiñarle el ojo, ya casi ha olvidado cuál es la canción que le hace llorar y, aunque lo intenta continuamente, no puede recordar que siempre se mordía el labio cuando discutían.
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