Encontré mujeres que cosían almas y hombres de traje con calcetines de colores. Había maniquíes tristes y me entristeció la felicidad artificial de los niños que salen en los anuncios de colegios privados. Allí convivían pacíficamente la alergia al polen y la inútil longevidad de las flores de plástico. Descubrí que el sueños y los sueños viajan en transporte público. Era una ciudad llena de miradas perdidas y de firmas ilegibles.
Ciudad de nadie y de tantos. Y de tontos. Recuerdos impregnados en asfalto, que se borran en pasos de cebra y se ahogan en buzones amarillos. Personas que te hacen reír y llorar a partes desiguales. Y amor en besos cortos y días largos con besos sin amor. Bibliotecas vacías, exámenes sin corregir. Vuelos cancelados, noches en aeropuertos. Gente que vive rápido y muere muy lentamente. Mentiras piadosas. Una ciudad cualquiera con conversaciones incómodas en los ascensores y despertadores que van adelantados. Cinco minutos más. Cajas de cartón y pies fríos en las tardes de agosto. Abrigos de piel y dinero blanco que se aspira a través de billetes de veinte. Y veinteañeros con canas y sin ganas. Cristales empañados y vísceras en una televisión.
Y no es una ciudad cualquiera.
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